Por: María Cristina Castañeda C.
Es confusa la noche de luna llena; no recuerdo quién soy, quién fui o para dónde voy; sólo recuerdo el presente por el cual llevo horas sin rumbo fijo. Guiada por los aullidos de lobos siberianos, la poca luz que refleja la luna y el frio intenso, pareciese recorrer un panorama de Alaska.
No solo mi cabeza está en blanco, también el helado piso que me consume. Solamente busco un sitio en el cual hospedarme por esta noche y me brinde un poco de calor. Esta noche no está a mi favor hay tempestad, no puedo caminar más, es un desierto ártico y mis fuerzas desfallecen a cada instante.
Paro por un momento a descansar, a los pocos minutos decido continuar mi incierto viaje, con la grata noticia que tengo visita; me encuentro rodeada de una manada de lobos hambrientos, con una mirada de color rojo, aterradora como si estuviesen poseídos.
Siendo yo su cena, logro escapar para tener unos minutos más de vida. Rauda y veloz caigo en un profundo hueco donde no percibo sino un poco de calor, pues era tan oscuro que no distinguía ni mis manos; quizás esa era mi salvación o mi ataúd.
Profundamente quede dormida y calientica sin saber qué era lo que producía el calor hasta el otro día que el sol me despertó. Estaba acostada encima de un lobito siberiano bebe, blanco de ojos verdes que irradiaban seguridad, donde a pesar de sus heridas solo le importaba lamerme para saber si me encontraba bien. Traté de curarle sus patitas y demás lesiones con implementos improvisados de la pequeña cueva y mi ropa, a quién le di el nombre de “Miguelito”.
Miguelito y yo, solos en esa cueva (afortunadamente) porque al otro extremo de la superficie se encontraba “la manada poseída” quienes querían devorarnos con sus filudos colmillos y largas garras. En mi vida había conocido un lobito tan tierno y hermoso como el; pasamos todo el día intentando cavar la tierra hasta llegar la noche que conseguimos salir, exhaustos por el hambre y el cansancio tomamos fuerzas de donde no teníamos para continuar juntos nuestro camino, sin que se dieran cuenta sus “parientes poseídos”.
Después de haber caminado durante cuatro horas a lo lejos vimos una vieja casa abandonada y con ánimos logramos llegar hasta allá. Al entrar se sentía un helaje y un ambiente extraño, de pronto por el mal estado en el que se encontraba la casa de dos pisos y la dejación de la madera.
Miguelito revisó la cocina y encontró dos pedazos de pan duros y una botella de agua, lo cual sirvió para envolatar las “tripitas”. Luego nos fuimos a dormir al segundo piso en una cama desordenada. Hasta ahí todo tranquilo, pero al rato nos despertó un dulce ratoncito asustado con el abrir y cerrar de puertas y ventanas automáticamente.
Como por arte de magia esa casa se transformó o tal vez estuviese embrujada pero comenzaron a suceder cosas extrañas dirigidas por el “tic tac” del reloj. Encima de nosotros sobrevolaban murciélagos, el piso y las paredes estaban llenos de tarántulas y enormes ratas haciendo de las suyas. Miguelito y yo quedamos atónitos al estar acorralados, solo encontramos una forma de escapar: “saltar por la ventana” aunque desafortunadamente alcanzaron al ratoncito y se lo repartieron al por mayor.
Al saltar, caímos en un montón de hielo, el cual amortiguo la caída “aparentemente nos salvamos” le dije a Miguelito, mientras el me lamia las manos. Comenzamos a caminar y caminar durante largas horas hasta llegar a un cementerio escalofriante y aterrador, lo caracteriza unas enormes lapidas y cuerpos de humanos colgantes; tenía la apariencia de una carnicería: personas degolladas y cruelmente cortadas por partes. No solo impactaba su olor nauseabundo, sino también los cuervos que deambulaban a la espera de carne fresca.
Al dar la vuelta para devolvernos, estamos rodeados por la manada de lobos, murciélagos y tarántulas, gracias al caminito de sangre que yo había dejado sin darme cuenta. Cuando saltamos por la ventana me corte un brazo, sin sentir hasta ese momento.
Los lobos se lanzaron como caníbales hacia Miguelito y yo toda impotente por las tarántulas encima; logré quitarle a “pata y puño” esos asesinos en serie a mi lobito tierno. Todavía con vida, lo subí a la punta más alta de un árbol y allí lo deje. Mientras yo lastimada no solo por las tarántulas, sino también por los murciélagos que me zumbaban en la cabeza, me despido de Miguelito con un beso; después me tiro al vacio para concluir esta triste agonía.
Esperando mi muerte, una luz incandescente aparece en el cielo, la cual asciende a Miguelito, mientras me agradece el haber salvado a tan “dulce lobito” – extraterrestre desobediente. Anonadada de compartir mis miedos con un ser de otro planeta, parto de esta tierra hacia el cielo y desde allí comparto casi todo el tiempo con Miguelito.